El curioso origen del doble apellido que distingue a España y América Latina

En gran parte del mundo hispanohablante es natural llevar dos apellidos: el del padre seguido por el de la madre. Lo que para los latinoamericanos y los españoles forma parte de la vida cotidiana, en otros países resulta una rareza que a menudo genera complicaciones burocráticas. En lugares como Estados Unidos, Francia o Reino Unido, el sistema de un solo apellido provoca confusiones al tratar de registrar a personas con doble filiación, lo que a veces deriva en pérdidas de apellidos o en la unión forzosa mediante un guion.

Lejos de ser un mero formalismo, el doble apellido es una tradición que aporta identidad y claridad en sociedades donde abundan los Fernández, Rodríguez, Martínez o Sánchez. Además, rescata la herencia materna y, como señala el genealogista Antonio Alfaro de Prado, “permite un control más fiable de la población”.

La costumbre hunde sus raíces en la península ibérica. A diferencia de lo que ocurría en gran parte de Europa, las mujeres castellanas y aragonesas conservaban su apellido al casarse, lo que permitía transmitirlo a sus descendientes. Durante siglos, el orden no fue fijo: los hijos podían escoger entre el apellido paterno, el materno o incluso destacar el de algún abuelo influyente para asegurar prestigio, herencia o reconocimiento social. El ejemplo del Marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza y de la Vega, muestra cómo esta flexibilidad servía a la nobleza para reforzar sus linajes.

Antes del registro civil moderno, la Iglesia tenía el control de la documentación oficial. Los libros parroquiales, instaurados tras el Concilio de Trento en el siglo XVI, registraban bautizos, matrimonios y defunciones. Estos documentos resultaban cruciales no solo para cuestiones religiosas, sino también para instituciones como la Inquisición, que exigía una revisión genealógica exhaustiva para comprobar la pureza de sangre.

El giro llegó en el siglo XIX, cuando los liberales españoles impulsaron que el control poblacional pasara a manos del Estado. En 1871 se extendió el uso de los dos apellidos en todo el país y en 1889 el Código Civil lo oficializó para los hijos legítimos. El objetivo era práctico: identificar mejor a la población con fines administrativos, como la recaudación de impuestos o el reclutamiento militar.

América Latina heredó este sistema a pesar de haberse independizado antes de que se formalizara en España. La costumbre de registrar el apellido paterno y materno siguió vigente porque resultaba útil en sociedades con gran repetición de nombres. Además, ofrecía un valor cultural añadido: preservar la huella materna en la identidad familiar.

Hoy, la mayoría de los países latinoamericanos conserva esta práctica, aunque algunos, como Argentina, permiten a los padres elegir si sus hijos llevarán uno o dos apellidos. En tiempos en que la igualdad de género ocupa un lugar central en el debate social, el hecho de no borrar el apellido materno representa también un gesto de equidad y memoria cultural.

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